Sin querer, mis
pasos por la ciudad me seguían llevando hacia quien dejaría sin excusa o
promesa alguna. Era Jueves de Compadres, la gente se reunía en el centro de la
plazuela del barrio “San Pedro” para atrapar, a eso de la medianoche, el cabo
de una cinta colorida. La persona que tuviera el otro extremo de la cinta sería
el “compadre” o la “comadre” con quien se compartiría, bajo pretexto de la
fiesta, el resto del carnaval. “Ya sabía que era fea”, me dije apenas la vi,
con esa sonrisa que aprendí a interrogar, sin descifrar, esa misma noche. Conforme
pasaron las horas a su lado, cuajó una forma de cercanía, parecida a la amistad
pero más deseosa de ya ser otra cosa. No era que me haya atraído por su humor,
tampoco era su elocuencia, antes bien ella era más discreta que cualquier otra
chica que había conocido; simplemente, era esa sensación de iniciar juntos algo
que parecía excitarnos, empujarnos por las calles cajamarquinas. Cuando llegó
la mañana, nos abrazamos al doblar cualquier calle, al tiempo que la ciudad
apagaba, una a una, sus farolas.
El resto de
noches fue un descubrimiento mutuo. Sentía como si de repente mi rostro
perdiera consistencia, se chorreara hasta dejar ver lo que había por debajo de
él, mis verdaderos rasgos. De pronto, Fátima (ése era su nombre) ocupaba un
lugar en mi vida, entregaba un sentido a mis vagabundeos, me esperaba a una
hora y en un lugar hacia los cuales me
precipitaba detrás de la lluvia. En medio del carnaval, mientras la ciudad se
emborrachaba, nos encontrábamos debajo de una farola, en una esquina. Nos bastaba
advertirnos a lo lejos para precipitarnos uno contra otra, buscar nuestros
abrazos y nuestros labios. Ya de madrugada, la llevaba a mi pensión, donde nos
apurábamos en revelarnos quiénes éramos, desvestir nuestros cuerpos ansiosos
por encontrarse. Sin embargo, pronto se hizo evidente la falta de ciertas
palabras, como si hubiésemos perdido la ruta, sin poder encontrar nuestra
posición en el mapa de la ciudad.
Por eso, no
recuerdo quién fue el primero que empezó a hablar de comenzar algo juntos, algo
de verdad. Mientras la espero en esta esquina y veo aparecer el cortejo fúnebre
del Ño Carnavalón, pienso de nuevo en aquella última vez. Me quedaban algunos
días más en Cajamarca, pese al poco tiempo que había pasado en la ciudad, mi
vida limeña ya me parecía distante. De repente recordaba la morosidad del
trabajo, las repetidas discusiones con Andrea. Todo eso empequeñecía frente a
las palabras que Fátima y yo intercambiábamos, nuestros proyectos y promesas
que, gracias a su entusiasmo ciego, empezaban a vestirnos, acaso a
disfrazarnos. Sentía como si, por primera vez, fuera fiel a todo lo que desde
siempre había querido para mí. Cuando me desperté, a la mañana siguiente,
Fátima ya no estaba a mi lado. Recordaba vagamente, a la hora en que el cielo
comienza a aclararse, antes de que el sueño me atrapara, el haberme acercado
más a ella, escuchado con atención lo que necesitaba decirme. Pero sobre todo
recordaba su mirada, mientras quería hablarme de otra persona, entendí que un
hombre. No quise saber nada más. Me llevé un dedo a los labios y le dije que
todo eso ya era pasado.
El desfile
fúnebre sigue su camino. Como de costumbre, enterrarán al señor del Carnaval en
el barrio donde se encuentran las termas del Inca. Las comparsas lloran al rey
de la fiesta; los españoles se abrazan con los incas en un llanto que tiene de
grotesco y también de teatral. No sé por qué, me dije que mañana, a la misma
hora, debería regresar al trabajo, llamar a Andrea, cenar con ella por la
noche, tal y como habíamos convenido. Sentí que una multitud de promesas se me
amontonaban en la garganta. Mañana, a la misma hora también, los empleados
municipales habrían limpiado del todo la ciudad, todos esos hombres y mujeres
disfrazados como pobladores de una época perdida regresarían a la rutina con la
cual estaban hechos sus días. La lluvia empieza a caer a chorros sobre la
Cajamarca; la gente corre a guarecerse en cualquier parte. De pronto, la
sensación de estar haciendo algo sin sentado me posee. ¿Qué demonios esperaba
de esa mujer que apenas conocía? A mi lado un par de hombres, montados en una
camioneta último modelo, sacan la cabeza para insultar a unos peatones: “indios
de mierda”, gritaron. Los insultados responden como pueden, lárguense de aquí,
limeños. Enciendo un cigarro y me dirijo al hotel, me precipito a no perder
nada. Todavía puedo llegar a tiempo al aeropuerto. Cuando llego a la esquina,
se me ocurre voltear. Veo a Fátima, entusiasta, incrédula, resignada, antes de
orientar sus pasos por Cajamarca, la misma ciudad a la que le doy la espalda,
entre la lluvia y las farolas que se encienden una a una.
Tours, enero 2014.
***
Félix
Terrones (Lima, 1980). Escritor, ensayista y crítico literario. Ha publicado las
novelas cortas A media luz (PUCP,
2003), la novela El silencio de la
memoria (Mundo Ajeno, 2008), el libro de cuentos Cenizas y ciudades (SUB-urbano, 2014), la colección de
microrrelatos El viento en tu cara
(Nazarí, 2014) y la novela Ríos de ceniza
(Textual Editores, 2015, presentada en Cajamarca por Daniel Sáenz More, el 28 de agosto de 2015). Es doctor en literatura por la Université Michel de
Montaigne Bordeaux III, ha editado una antología de la obra Sebastián Salazar
Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. También ha traducido la novela Conquistadors del novelista francés Eric
Vuillard. Vive en Tours, Francia.
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