Pocas veces la literatura peruana ha sido testigo del encuentro
entre la destacada creación verbal y la conducta coherente del autor. Los
nombres de César Vallejo o José María Arguedas son solo puntas de un breve pero
respetable abanico de escritores que vivieron al filo del ejemplo. Un caso
parecido es el del escritor Luis Urteaga Cabrera (nacido en Cajamarca en 1940),
quien opta por la marginalidad auténtica que se desentiende de los fuegos
artificiales de la fama y de la promoción personal.
Su comportamiento le viene del carácter y de la experiencia. Al
arribar a Lima, joven y lleno de esperanzas, de esas que son capaces de remover
el mundo, estudió medicina en la universidad de San Marcos sin sospechar que la
vida le depararía otro tipo de desafíos. Nada menos que los de la pasión
literaria. Pero antes de caer en las bellas garras de la palabra creadora, sobrevivió
a las penalidades que la vida le enrostró en esos años de formación juvenil y
adolescente.
Durante una clase en la universidad, mientras el profesor exponía
sobre medicina humana, Lucho Urteaga sintió vahídos, sueño. El cansancio y la
debilidad le vencían. El profesor advirtió la presencia del hambre en esos ojos
agotados y la mirada ausente del estudiante, le recomendó descanso y lo mandó a
casa. Lucho Urteaga subió al micro mientras las piernas se le doblaban. Miró
los breves edificios y la gente que parecían desdibujarse, y finalmente bajó
poco antes de llegar a casa. No aguantaba más. El mareo iba en aumento. La
visión se le iba. Se arrinconó contra las paredes y caminó pegado a ellas.
Finalmente, cayó derrumbado sobre el suelo.
Despertó tres días después. No recordaba nada. Una niebla parecía
abrirse ante su mirada sorprendida. Solo veía a los amigos que le rodeaban y
los tubos de plástico del suero que lo había alimentado durante esos días de
ausencia y abandono. Pensó entonces en la vida difícil de esa Lima injusta que
quería condenarlo solamente a sobrevivir, a arañar los días y las noches con
migajas de solidaridad. Si el dolor hace humanos a los hombres, a Lucho Urteaga
le hizo comprender su inmenso poder frente a los espíritus generosos.
Años después obtendría el primer lugar en el concurso
internacional de novelas Primera Plana-Sudamericana (l969), en Argentina, por
su extraordinaria obra Los
Hijos del Orden. Sin embargo, la suerte del libro parecía condenarlo a la
batalla. El golpe de Estado que los militares propinaron al pueblo argentino
impidió que el premio se hiciese efectivo. Pero la novela no se quedó tan sola
y tan callada. Además de provocar la protesta y el juicio legal de algunos
intelectuales, se ganó limpiamente el premio nacional de novela ‘José María
Arguedas’ 1973, y Los Hijos
del Orden fue inmediatamente
publicada por Mosca Azul y más tarde reeditada en 1994.
Mientras tanto, Lucho Urteaga siguió construyendo esos hermosos
universos de palabras a través de cuentos vigorosos y obras para teatro (había
ganado el premio nacional de teatro Telecentro 1975 por la obra Danza de las ataduras, y el
premio nacional de cuento Visión del Perú 1968 por La justicia no cae del cielo).
Trabajó para algunas organizaciones populares y conoció de cerca los encuentros
y desencuentros entre la amistad compartida y los abandonos y traiciones de
compañeros de ruta. Viajaba a provincias cada cierto tiempo, viviendo y
padeciendo los sinsabores y alegrías de los trabajadores a quienes reflejaba en
sus obras. Hasta que de pronto algunos shipibos le pidieron trabajar al
interior de sus organizaciones para dotarles de orientación y sentido.
Entre la vida familiar y el servicio a aquellos pobladores
indígenas que lo requerían, contando con la inigualable comprensión de su
compañera, Lucho Urteaga eligió el largo itinerario y se internó en la selva
ucayalina. Conoció en carne propia aquellos universos que más tarde retrataría
en sus cuentos maravillosos, aprendió la lengua nativa e intentó compartir la
vida –que luego se haría entrañable– de los legendarios shipibos.
Al comienzo fue difícil. Para hablarles, ¿cómo llamarlos, cómo
reunirlos? Sus intentos de invitación verbal resultaron divertidamente
recibidos, pero nadie acudía a las asambleas ni por curiosidad. Habría como una
mirada de impotencia en sus ojos acostumbrados a dar todo de sí. Pero un
compañero suyo, shipibo y mejor conocedor de las costumbres caseras, encontró
la llave maestra. Los convocó a través de la magia de la palabra. Los juntó con
la complicidad de un narrador oral, de un hablador que de un momento a otro
dejó fluir ese magma de historias que entretejían la vida shipiba y pronto,
enseguida, la maloca que les servía de auditorio se encontraba llena, repleta
de atentos y maravillados oyentes, niños y jóvenes, hombres y mujeres
embrujados por la voz imponente del contador de fábulas.
Esta escena es muy parecida a la contada por Mario Vargas en su novela El hablador, con la
diferencia que los machiguengas, según el narrador arequipeño, cuentan en
secreto sus historias, mientras que los shipibos de Lucho Urteaga hablan
públicamente, se regodean con la representación teatralizada del relato y,
antes de simplemente oír, viven una experiencia. De este modo pudo hablarles de
la necesidad de organización y los shipibos pronto asumieron la responsabilidad
y el reto. No podía ser de otra manera. Otros pueblos indígenas también habían
comenzado a organizarse, como el aguaruna, que más tarde se haría poderoso, y
los organismos del gobierno de entonces habían empezado a agruparlos con fines
proselitistas.
Cerca de diez años en la selva (entre 1979 y 1988) hicieron de
Lucho Urteaga un hombre enamorado de su pueblo. Se había acostumbrado a no
permitir las injusticias. Enarbolaba en su conducta la firme conciencia de que
la amistad y la solidaridad son, más que conceptos, realidades palpables que
pueden guiar verdaderamente nuestros pasos.
No había pertenecido a grupos literarios ni probablemente su
espíritu independiente se lo hubiera permitido. Tal vez por ello no se hizo tan
conocido. Tal vez por ello no fue objeto de falsos homenajes ni menciones
artificiosas. En cambio permaneció en la conciencia de los lectores que veían
en él al hombre y al escritor por cuya conducta coherente se sentían tocados,
conminados. Si algún lector ingenuo creía que Ribeyro era el escritor querido y
Mario Vargas el admirado, Lucho Urteaga era, además de querido y admirado,
respetado.
Por eso cuando surgieron sus libros de cuentos de tema indígena El universo sagrado (1991) y, especialmente, El arco y la flecha (1996), advertimos en ellos un mundo
inédito que tomaba forma, que adquiría una voz particular y se imponía en las
letras peruanas por mérito propio. Sus cuentos eran perfectos. Miguel Gutiérrez
no dudó en llamarlos clásicos, y los comparó con las creaciones de Joyce,
Rulfo, Babel, Guimaraes Rosa. Sin embargo, la crítica oficial se hizo la sorda,
muda, bizca y ciega.
Algo parecido había ocurrido cuando en la década del 70 publicara Los hijos del orden. Se dijo
anecdóticamente que era una novela que retrataba la vida carcelaria en el
reformatorio de Maranga, como una obra social más en la literatura peruana,
pero se acallaba su alto valor literario, su modo maestro como daba vida y voz
mediante el lenguaje accidentado y emotivo a diversos sectores de la sociedad
peruana que, curiosamente, hasta nuestros días no la tienen. Se habló de su
deuda con Mario Vargas por el uso de contrapuntos, ocultando que dicho recurso
debe más en las letras peruanas a Joyce, Faulkner y Onetti, que a Vargas.
También publicó breves libros para niños. Fábulas del otorongo y otros
animales de la amazonía (1994,
premio IBBY–International Board on Books for Young People) y Fábulas de la tortuga, el otorongo
negro y otros... (1996) nos
acercaban a una sensibilidad curiosa, no exenta de preocupación por la
formación de los niños ni ternura por ellos. Si ya desde antes, desde aquella
entrevista setentera realizada por una revista con la foto inmensa de un Lucho
Urteaga de anteojos y ropas negras, vislumbrábamos al escritor consciente de su
proceso literario, no nos sorprende luego arremetiera con una obra polémica: Más allá de la escuela. Una
educación para el cambio (1999). En ella destaca la minimizada relación entre
sociedad y educación, disecciona las fuerzas sociales en pugna y, nada ingenuo,
plantea las bases de una educación que realmente devuelva la dignidad a los
hombres, demasiado alejados de su propia naturaleza debido a una educación
abiertamente inhumana.
Aún no se ha dicho una sola palabra sobre este texto, y
probablemente Lucho Urteaga espera con humor que el silencio continúe. Escribe
para debatir ideas, para aportar dentro de ese ámbito importante que es la
educación y la literatura, y no para soñar con catálogos y reseñas pasajeras.
Se cuida bien de todas ellas, aunque a veces los amigos lo traicionemos con
algunas públicas palabras. En su cálida casa de Pueblo Libre, un vaso de vino
tinto tiene el viejo sabor de la esperanza. El mundo de la banalidad cultural
hoy en moda no le pertenece. El mundo vivo sí, aquel de los cambios y
contradicciones, el de la coherencia y la amistad ejemplares.
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