AMALIA PUGA DE LOSADA Y EL DISCURSO DE LA MUJER AMERICANA… | Lomas Poletti, Rutgers University, EE.UU.
.:. domingo, diciembre 21, 2014
Amalia
Puga (1866-1963), poeta cajamarquina, criticó los “cobardes” y “egoístas” que desdeñaban
a la mujer cuyo empeño era el trabajo intelectual. A pesar de la estatua
erigida en su honor en la plaza de su ciudad natal en el 1925 (1931), el nombre
de esta proto-feminista prácticamente ha desaparecido de la historia de las
letras americanas. Con la excepción de alguna crónica de Abraham Valdelomar, de
alguna antología o un programa ocasional de la radio serrana, no existe biografía
ni crítica literaria que trate a fondo sus poemas, novelas y prosas literarias
y filosóficas. Este olvido contradice
las expectativas de su época, cuando poetas de varios países dedicaban sonetos
a su inteligencia y aclamaban su nombre desde Ecuador, Venezuela y Nueva York. Como
miembro de una familia terrateniente, los escritos de Amalia Puga nos dan acceso
a una poética feminista formada por su posición privilegiada.
Nos interesan sus escritos
como parte de una historia temprana del
feminismo latinoamericano y como registro de la crisis de esa clase que se
iniciaba en la subalternidad con respeto a las fuerzas políticas, económicas y
culturales de Nueva York.
Con la intención de
arrojar más luz sobre esta escritora, pretendo estudiar la ampliación del
discurso sobre el género sexual a fines del siglo XIX a través de la lectura de
un periódico transamericano, La Revista Ilustrada de Nueva York, donde
Amalia Puga publicó por primera vez sus poemas y ensayos, dándose a conocer por
toda América. Tal como los países sobredesarrollados tienden a saquear la
materia prima sin reconocer las tecnologías e inventos del sur (por ejemplo,
cultivo y domesticación de coca, papa, guano, caucho, quinua y kiwicha), la
historia “universal” de las escritoras ha ignorado en su mayoría los aportes de
las grandes escritoras del sur de América hasta recién. Sin embargo, el
magnífico libro de Flora Tristan Peregrinaciones de una paria (1838)
antecede en concepto y peso a los escritos del movimiento feminista
norteamericano de Seneca Falls, que se manifestó públicamente a favor del
sufragio de la mujer en 1848. Siglos
antes, Sor Juana Inés de la Cruz desarrolló una obra literaria y filosófica que
no tiene comparación en las norteamericanas portadoras del apodo de la Décima
Musa, como Ann Bradstreet y Phillis Wheatley.
Sabemos ahora que existían culturas matriarcales en el Perú, como las
capullanes de Piura, que espantaron a los sacerdotes y por lo tanto fueron
erradicadas por la iglesia católica. Completar la historia agregando una
escritora peruana del siglo XIX nos ayuda a entender la historia aquí y allá, a
la vez que ilumina las relaciones entre norte y sur.
El desliz entre las
palabras “americano” y “patria” nos empuja a pensar el tema del género del fin
de siglo decimonónico de una manera comparativa, y específicamente, transamericana.
Según Kirsten Silva Gruesz, los escritos “latinos” tienen sus orígenes en contactos,
traducciones, viajes que cruzan fronteras entre las Américas. Podemos decir que
una escritura femenina americana igualmente nos pide revisar los contactos,
exilios y viajes transamericanos. Tal lectura nos enseña a restaurar el sur de
américa a su lugar importante en las historias del surgimiento de una tradición
de escritura e ilustración femenina. Según El Diario de Lima, “[Puga] nos ha revelado que posee no solo las
cualidades esenciales para ascender con paso firme a la cumbre del Parnaso americano,
sino, también los altos vuelos, la capacidad e ilustración precisos para
inscribir su nombre en la lista de los escritores más brillantes de nuestra
patria”. Como miembro del Ateneo de Lima, proyectada como miembro del “Parnaso Americano,”
Amalia Puga disfrutaba y participaba en un espacio de traducciones y lecturas
transamericanas que radicaba dentro de las hojas de un periódico en castellano,
publicado en Nueva York, lo que nos empuja a pensar más allá de las fronteras
de un sólo país y demuestra la presencia incipiente pero muy importante de los lectores
hispano-parlantes en Estados Unidos.
Amalia Puga de Losada se
inserta dentro de una tradición de escritoras ilustres latinoamericanas, desde
Sor Juana Inés de la Cruz hasta Flora Tristán y Juana Manuela Gorriti, y dentro
de una tradición transamericana de la Revista Ilustrada de Nueva York.
Es claro que Puga se adhiere a un proyecto feminista de construir y formar
parte de una tradición de escritura feminina y latinoamericana. Como ejemplo de
la conciencia de su posición marcada como mujer, ella plantea la necesidad de
crear instituciones para apoyar a las escritoras y para avanzar la educación de
la mujer en general. Además de justificar su propia vocación, y de formar
lectoras que serán consumidoras de su producción literaria, la propuesta de
Puga podría llegar a apoyar—en el desarrollo de su propia lógica— el derecho generalizado
a la educación, lo cual es una propuesta bastante radical. Los escritos de
Amalia Puga revelan su crítica hacia un orden social que reserva al hombre un
lugar de preferencia, pero también demuestran los efectos de las opciones
sumamente limitadas para la mujer provinciana que quería rehusar un papel de
subordinación que la sociedad y las instituciones dirigidas por hombres les
querían asignar. Como veremos, su novela El Voto (1923) propone el voto
del convento como la única ruta de escape para la mujer que no quería casarse,
ni asumir el papel tradicional de esposa. La poesía, en cambio, se vuelve una herramienta
clave: la imaginación facilita la creación de alternativas y documenta la
rebeldía de los braceros que estaban destinados a cambiar la situación de la
casa Puga.
I. De Cajamarca a Nueva
York y de regreso: “La casa empobrecida” de Puga
Hija de la poderosa
familia Puga, una de las más importantes en todo el norte de Perú durante la
República Aristocrática historiada por Alberto Flores Galindo, Amalia Puga heredó
mucha riqueza y privilegio; sin embargo, en el transcurso de su vida cambió su fortuna,
como evoca su poema, “La casa empobrecida”. En este poema, de los saraos y festines
en sus salones no queda nada más que un recuerdo amargo: “Aún queda aquí del esplendor
pasado,/ Amargo torcedor de la memoria,/ En las paredes el papel dorado”.
Pasa su infancia en casas
de papel dorado envejecido, entre la ciudad de Cajamarca y las dos haciendas,
conocidas como La Pauca y Huagal, y una mina, “La Nueva Australia”. Cuadros pintorescos
de la flora y fauna de la zona norteña, incluso del “indio” laborioso, es
decir, la misma gente explotada en sus haciendas y mina, forman parte de su
prosa y poesía. Su obra adquiere tempranamente un tono melancólico y
desesperado—en su ensayo “La felicidad” y en su poema “Gotas de acíbar”—a raíz
de la tragedia familiar que llegó temprano a su casa cuando su padre, el doctor
José Mercedes Puga, murió en los últimos días de la Guerra del Pacífico. Con
referencias explícitas a esta confrontación bélica, se revela sobreviviente de “cruentos
desastres” y de “irreparables pérdidas,” como parte de una nación que “igual de
otras cuando se han visto en las mismas desgraciadas circunstancias” y busca
rehabilitarse a través del ingenio.
En la misma edición de1891 donde pública
José Martí su ensayo famoso, “Nuestra América”, Puga estrena en la Revista
Ilustrada de Nueva York. Después
sale el reportaje sobre su lanzamiento en el Ateneo de Lima. La joven
cajamarquina había captado la atención de los literatos Limeños del Círculo
Literario de Manuel González Prada por medio de su ensayo, “La felicidad”. Su
conferencia, “La literatura en la mujer” generó una “magnífica ovación”, según la
noticia en La Revista Ilustrada de Nueva York, y desde luego, ella
formaba parte de la intelectualidad limeña que asistía a las tertulias de
Clorinda Matto de Turner y promovía el acceso de las mujeres a la vida
intelectual.
En 1893, Amalia Puga se
casó en Cajamarca con el colombiano Elías de Losada y Plisé, quien fue hasta
entonces editor de la Revista Ilustrada de Nueva York. Los novios regresaron
a vivir en Nueva York en plena “edad dorada” cuando este gran centro de la modernidad
capitalista vivía unas contradicciones fuertes entre los magnates super-ricos y
la muchedumbre de pobres, compuestos de ex-esclavos, inmigrantes recién
desembarcados, y trabajadores de ambos sexos, divididos por etnias, lenguas y
subordinados por las leyes y costumbres que privilegiaban a la gente “blanca” y
angloparlante. Amalia Puga vio de cerca la eclosión de la Mujer Nueva que
andaba en bicicleta, usaba bloomers y demandaba el sufragio. Compartiendo
espacio en la misma revista donde el reconocido cubano con una fuerte visión
anti-imperialista en parte debido a sus vivencias en Nueva York, Puga como Martí
fue testigo de los comienzos de una conciencia crítica latinoamericana que respondía
a los proyectos económicos panamericanos que Nueva York y Washington en la postguerra
del Pacífico en Perú. Después de que nace su único hijo, Cristóbal Puga de Losada,
enviudó a la edad de veintitrés años. Nuevamente de luto, Amalia Puga regresa a
administrar las propiedades enormes de su familia en Cajamarca. Allí Amalia deja
de publicar por más de veinte años, cuando por fin sale su novela, “El voto” (1923).
Luego en 1925 sale a la luz parte de su poesía en la serie “Las mejores poesías
de los mejores poetas” publicada por el Editorial Cervantes en Barcelona.
En la última década de su
vida, Puga comienza a publicar cada año un volumen de prosa con sabor
costumbrista, documentando la vida y características de su región, pero se nota
en estos trabajos la falta de originalidad y promesa que tanto cautivaban a su
público al principio de su carrera. Puga vive hasta los 97 años de edad en
Lima. En su ciudad natal de Cajamarca hay un jirón con su nombre donde su
estatua vigila la misma plaza donde el Inca Atahualpa murió al garrote, junto a
seis u ocho mil habitantes, originarios de la zona.
Los escritos de Amalia
Puga pertenecen al período que Alberto Flores Galindo define como “la edad
dorada de la oligarquía,” desde cuya perspectiva, no había cosa más odiosa que
la posibilidad del cambio.
¿Cómo podemos hacer
sentido de esta posición sumamente conservadora, de “un mundo donde nada debía
cambiar”, con el temprano feminismo y asociación con los movimientos
ideológicos de González Prada en Lima? Para relacionar estas tendencias
conflictuosas dentro de Puga, veremos primero su argumento a favor de la mujer
latinoamericana como literata en La Revista Ilustrada de Nueva York, y
de allí pasaremos a la conciencia de una élite en crisis que aparece registrada
en sus poemas.
II. El Discurso de género
transamericano en La Revista Ilustrada de Nueva York: “La literatura en
la mujer”
Amalia Puga de Losada
destaca los aportes de la escritura femenina a la literatura en general en su
discurso “La literatura en la mujer” que forma parte de un discurso sobre
género en el periódico La Revista Ilustrada de Nueva York. Aunque
publicada en Nueva York, esta revista que circulaba en toda la América hispana,
ofreciendo una lectura hispanoamericana de las relaciones entre las “tres
Américas,” es decir entre norte, centro y sur del hemisferio americano.
Convocaba debates en cuanto al proyecto imperial de los Estados Unidos, y temas
controvertibles del día, como la teoría darwiniana de la evolución, la
educación de la mujer y el estatus de la lengua castellana en los Estados
Unidos, debates que transcurrían entre y sobre el pensamiento hispanoamericana
tomando en cuenda escritores eminentes de la región, como Ricardo Palma, Rubén
Darío, José Martí, Enrique Gómez Carrillo, Carlos Bransby, Francisco Gonzalo
Marín, Salvador Díaz Mirón, Román Mayorga Rivas, Clorinda Matto de Turner,
Julián del Casal, Mercedes Cabello de Carbonera, Aurelia Castillo de González y
Amalia Puga, entre otros.
La Revista Ilustrada de
Nueva York funcionó como plataforma
de debates e intercambios poéticos donde se nota la presencia de un nuevo
modelo intelectual que desafía a los que consideran que, por cuestiones de su
género sexual, una persona está prohibida de desempeñarse como intelectual.
Aunque La Revista Ilustrada de Nueva York se define como fuente de
“propaganda enaltecedora de las victorias intelectuales de la mujer americana” (RINY
87), también se revela cómplice del deseo masculino de controlar y subordinar los
impulsos intelectuales de las mujeres.
En un prólogo a una correspondencia remitida por Amalia Solano,
residente de Massachusetts, los editores se muestran contrarios a las transformaciones
revolucionarias que podrían amenazar el orden social en cuanto las mujeres se
eduquen, y por lo tanto, podrían independizarse del hombre. Aseguran los editores a sus lectores que la
mujer no cambiará de naturaleza dependiente y servil, nunca dejará de ser “dócil,
ante la natural autoridad del esposo que cautivó su voluntad, y del que no
puede prescindir para ascender en el camino de la vida, como no puede
prescindir la débil hiedra de apoyarse en el robusto roble para subir en vez de
rastrear por los suelos”. Es decir, sin un hombre en donde apoyarse la mujer no
puede alzarse.
Según los editores, la
mujer-hiedra necesita colgarse al brazo de un hombre-roble para no rastrear los
suelos. Este discurso liberal no imagina
o no quiere ver los efectos radicales que podrían resultar de una política de
educación democratizada y accesible a toda mujer y a las masas trabajadoras.
En un gesto problemático —pero
demasiado común— los editores agradecen la cultura anglosajona por levantar la
condición general de la mujer en el hemisferio y alaban a los Estados Unidos y Francia
como modelos para los países hispanoamericanos que quieren enaltecer la mujer.
El modelo de la mujer burguesa, blanca y moderna entró en las sociedades latinoamericanas
junto con los productos importados de Europa y Estados Unidos, los cuales supuestamente
traían el progreso y la modernidad, pero también llevaban a muchas familias antiguas
a endeudarse hasta el punto de caer. El nuevo discurso sobre la mujer moderna —consumidora,
seguidora de modas europeas— fue cómplice del proyecto de capitalismo imperialista,
como ha demostrado Francesca Denegri.
Según el diplomático
peruano José Arnaldo Márquez, quien pronunció un discurso en las veladas de
Juana Manuela Gorriti en 1876, la norteamericana era el paradigma femenino por
su educación, su servicio a la sociedad y al Estado, además de cumplir sus
quehaceres domésticos. A diferencia de esta actitud que asocia ciertas
prácticas importadas de femeneidad con la modernidad, Amalia Solano utiliza un
argumento comparativo para ilustrar cómo la mujer sud-americana bien podría
rivalizar a la yankee. Contrario al modelo europeo o anglo-americano de belleza
femenina, Solano privilegiaba a las sudamericanas incluyendo las mejicanas y
antillanas, por sus abundantes cabellos negros, ojos llenos de luz y suavidad,
tez morena y sonrosada y formas esculturales. Su manera no tiene aquella
nerviosidad e inquietud cual la de la mujer del norte; al contrario, es
reposada, hospitalaria, excelente y respetuosa hija, sumisa y leal esposa,
madre tierna y abnegada, y sobre todo es profundamente religiosa.
Aunque parece superficial,
el rechazo de Solano a un modelo europeo de belleza como el modelo universal
que las hispanoamericanas deben imitar es un paso muy importante que sigue
vigente hasta en los movimientos radicales de liberación negra y chicana y en la
escritura afro-americana y latina en el siglo XX y hasta el presente. Solano
atribuye el hecho de que la hispanoamericana no tuviera la exaltada posición en
las artes y letras a dos factores: “las tradiciones y preocupaciones de su
raza”. Efectivamente, su pertenencia a un grupo tradicional, racializado y
discriminado en los Estados Unidos no le permite a la mujer hispanoamericana
asumir “el carácter independiente de su hermana del norte”.
Su compromiso con su grupo
étnico resulta imprescindible para su propia independencia. En la introducción
al discurso de Amalia Puga en la Revista Ilustrada de Nueva York, los editores
aplauden a Puga por alzar el modelo norteamericano viéndolo como explicación de
su insólito nivel intelectual. Pero igual a Solano, Puga se dedica a
reconstruir y extender una tradición de escritoras en Latinoamérica y
específicamente en Perú, desde Sor Juana Inés de la Cruz y Flora Tristán hasta
el movimiento iniciado por Juana Manuela Gorriti que llegó a su auge en los
salones de Clorinda Matto de Turner.
Como Amalia Solano en
Massachusetts, Amalia Puga también utiliza el término “raza” para definirse
como parte de un grupo de mujeres a quien ella le dirige la palabra y por quien
habla, pero se vuelve un término con significados variables dependiendo del
contexto de su uso, un fenómeno de discurso de doble sentido que a menudo se
encuentra en los discursos poscoloniales. Puga subraya como los esfuerzos
intelectuales de las de “mi sexo y de mi raza” pueden influir en los debates
públicos de su tiempo, aunque reconoce también, prediciendo su propio futuro,
que muchas mujeres serán condenadas a marchitarse y morir, y son imágenes
suyas, como flores que apenas dejan atrás pétalos perfumados flotando en el viento.
Siendo peruana de clase sumamente privilegiada, el término “raza” está cargado
de sentidos coloniales, en donde la mujer vale más como receptáculo para
definir y mantener la pureza de la raza europea en suelos americanos que para
otra cosa. Esta declaración de mujeres de su sexo y su raza, en boca de Puga,
funciona para excluir a las mujeres de tez morena, indígenas, afro y mestizas. Sin
embargo, aunque de tez clara y criolla, en el ámbito migratorio de La
Revista Ilustrada de Nueva York, Puga iba a experimentar luego lo que es ser
de “otra raza”, fenómeno de desdén que muchos hispanos experimentaron con las
tribus anglo-americanas del viejo Nueva York, de quien Edith Wharton hace una
burla lúcida en sus obras. José Martí, por ejemplo, decía sentirse “acorralado”
por el inglés en todos lados en Nueva York. Anotó en sus escritos
fragmentarios: “uno vive en los Estados Unidos como sujeto a golpes. La gente
habla y parece que le mete un puñete debajo de los ojos”.
Los escritos tempranos de
Puga —especialmente su poesía y ensayos—representan la más poderosa y atrevida
expresión poética y feminista en su obra. “La literatura en la mujer” previene
el destino de su propia obra, que yacía dentro de la crisálida de los archivos
por muchos años. Decía que tenía que esperar futuros lectores, donde sus hojas
se volverán alas de una mariposa multicolor que en muchos jardines bebería
mieles de flores.
En espera de estimular sus
lectoras en particular, su conferencia exhorta a la mujer a comprometerse con
“estudios serios” y pide a sus colegas varones apoyar el acceso de las mujeres
a la educación y a un espacio para estudiar.
Este punto se debe
entender como una afiliación con el movimiento de mujeres peruanas que llegaron
a enunciar en voz propia e identificada con su condición de mujer. Denegri
ofrece la historia de una temprana generación de peruanas que se apoyaban
mutuamente como amigas, escritoras e intelectuales en un mundo dominado por
hombres.
Según Puga, la modestia
exagerada, la timidez, la falta de estimulación y el miedo a la crítica son las
plagas de las mujeres “de su raza,” cuyas habilidades podrían vencer estos obstáculos
y permitirles seguir carreras como intelectuales y escritoras. Para fomentar el
desarrollo de su grupo, pidió que el Ateneo de Lima formara una sociedad
literaria para unir mujeres de inteligencia, para permitir el intercambio de
textos entre mujeres geográficamente separadas, para que contribuyeran a la
grandeza de la nación.
Pero esta visión de Puga
fue limitada por su misma definición de la mujer de su raza y clase, un grupito
de blancas que ella diferenciaba de la gente a que ella se refería como “la masa
grosera”. La poesía de Puga, producto de sus viajes al extranjero y sus experiencias
provincianas, más que el ensayo, admite un cuestionamiento de esta actitud
elitista y racista, que definía y limitaba los criterios feministas de las
escritoras de su época.
III. Flujos y Reflujos:
Conciencia comparativa y crítica en la poesía de Amalia Puga
Como anota José Carlos
Mariategui en sus ensayos críticos y César Vallejo narra en personajes de esa misma “masa”, el período
después de 1895 trajo rebeliones y huelgas que comenzaban a socavar el poder de
los herederos de la República Aristocrática. Reconociendo la fragmentación que
resultaba de la explotación y marginalización, una nueva generación de
escritores reclamaban otro futuro poscolonial. Algunos poemas de Amalia Puga
dan cuenta de estos cambios, que ella relaciona con los reclamos históricos de
los explotados braceros que hicieron posible la casa familiar que ella recuerda
con nostalgia. Sus poema, “Flujo y Reflujo,” escrito como ella nota en el
subtítulo “(En la costa oriental de Norteamérica)”, ilumina como la experiencia
migratoria en las entrañas del monstruo norteamericano le ayudaría a entender
con una luz crítica las relaciones de poder que determinaron su propia posición.
El poema “Flujo y Reflujo”
reproduce la desilusión que José Martí atribuye a los hispanoamericanos que
visitaban el balneario de Coney Island en 1881, cuando descubrieron su
diferencia y soledad en medio de los de toda clase socioeconómica que se
dedicaban al consumo desbordado en Nueva York. Como la crónica martiana pintó
lo grotesco de las masas neoyorquinas, el poema de Puga recuenta una epifanía,
en donde el amor hacia que la “brillante playa” norteamericana se decepciona
frente a la “quimera” que le ha engañado.
Comienza la primera
estrofa con el arribo del mar a la playa atrayente, el mar “de fiebre de pasión
enardecido”. El mar, como Sansón en manos de Dalila, “se explaya” y “se
desmaya” a las plantas de su amor. La segunda estrofa revela su decepción: “Mas
¡ay! bien pronto la gentil ribera/ Ha de llorar su desventura a solas”. La
playa brillante —el objeto de esta pasión— resulta ser quimérica.
En el espacio liminal de
la playa, las posiciones subjetivas se intercambian y el uno se vuelve el otro
en el flujo y reflujo de las olas. Las olas evocan las migraciones esperanzadas
arribando en Nueva York que no llegan al destino esperado, y la ribera
desventurada sugiere su desilusión. La cuarta y última estrofa indica una razón
por la cual el mar se deja engañar: se había ignorado en su pasión el “otro
lado de la enorme esfera,/ Orillas lusitanas y españolas”.
Este “otro lado” podría
referirse igual al hemisferio viejo o el hemisferio sureño de donde las olas
venían. El “flujo y reflujo” del título remeda sus propios movimientos
migratorios, de arribo a Nueva York y de regreso a la región de su origen.
El viaje a Nueva York y su
regreso a Perú le permite considerar la pasión desbordada por llegar e imitar
el norte con un lente comparativo y crítico. Igual Puga logra entender su
propia condición desde nuevos óculos. Cuando ella está en Nueva York, ya no
estaba en la misma posición de poder que en su Cajamarca o en la Lima del fin
de siglo, que miraba hacia Nueva York para ver el futuro. El poema
“Comparación” revela la disonancia entre la Amalia Puga de allá y la Amalia
Puga de acá. Mientras sus lectores latinoamericanos en La Revista Ilustrada
de Nueva York la alababa como flor “que en ella son como en ninguna iguales,/
La arrogante belleza y el aroma”. Pero al trasplantar esa flor, como dice el
poema “a otras regiones,/ Ha perdido su gracia, su fragancia.” Irónicamente,
estando lejos, tal vez en la misma Nueva York salió publicada, esa flor cambia
de proporciones, y “las canciones/ Brotan faltas de ritmo y elegancia.” La autopercepción
de este poema, sin embargo, resulta en un poema penetrante que arroja luz sobre
el viraje migratorio que le da a su poesía una nota duradera.
Esta epifanía de cómo su
mismo tono cambiaba en las tierras distintas donde fuera escuchada, por
cuestiones de poder interamericano, tal vez sea también la clave que le
facilita a Puga a reflexionar sobre el proceso histórico que ella y su casa
estaban viviendo. Ella nota como los
papeles dorados se burlaban como escritura en la pared la condición decadente
de su casa empobrecida. Su poema “Una
Huella” ofrece con clara videncia una impresión del futuro rebeldía de los
braceros que ella misma aprecia en su poema “Estampa Nativa,” como “indios
fuertes, hoscos y rudos/ y como siempre, laboriosos.” A cambio de este
costumbrismo que reduce seres humanos a la condición objetiva de la flora,
fauna y arquitectura pintoresca provinciana, “La Huella” hace hincapié en la subjetividad
artística y creativa de los que fueron esclavizados durante el transcurso de la
“conquista cruenta”.
La huella del título del
poema aparece en el proceso de deshacer una pared de adobes que con los siglos
se habían convertidos en piedras. En esta desconstrucción, aparece un grabado “de
un pie humano la huella,” un fósil de una época anterior. Puga le da personalidad y voluntad al dueño
de este pie, “que en el barro/ Quiso estampar su sello”. La huella, que aparece
frecuentemente como una firma de los artesanos que tuvieron que rendir tributo
pero no querían que su trabajo fuera expropiado sin dejar nota de su origen
cultural, se vuelve en este poema una expresión de “muda rebeldía” y “singular
protesta” hacia las servidumbres, mitas y encomiendas de la colonia y la
república. El poema insiste en esa voz
duradera de esta “enigmática impronta,” que seguía muy adentro de la pared
preservada de su propia casa.
En el poema y en la pared
material, la huella amenaza la futura desconstrucción de la historia colonial y
nacional. El poema sirve para “despertar
curiosidades” en cuanto al pasado de los sujetos esclavizados. No deja que la
historia que ayudaron a formar, vuelva y revuelva meramente para “suscitar
melancolías”.
IV. Conclusión
Aunque a primera vista los
textos de Amalia Puga parecen negar los cambios en las relaciones sociales que
iban a determinar el futuro heterogéneo y conflictivo del Perú, hemos visto
ejemplos de cómo sus ensayos y poemas desenredan las relaciones jerárquicas
entre hombres y mujeres y entre los gamonales y sus trabajadores explotados de
ambos sexos.
El surgimiento de mujeres
como poetas e intelectuales, consumidoras y productoras de una literatura en
castellano que circulaban a través del mundo hispanohablante reflejaba y reflexionaba
sobre estructuras nuevas de poder dentro del hemisferio americano.
Su contemporáneo, Cesar
Vallejo, cuya novela Fabla Salvaje aparece en la misma serie de “La Novela
Peruana” donde Puga publicaba El Voto en 1923, representa la subjetividad
fragmentada del trabajador de las haciendas y minas que la familia Puga había
explotado por décadas. Buscando su imagen en los pedazos de un espejo roto, el
narrador vallejiano Balta Espinar vio que “habíase deshecho en lingotes sutiles
y menudos y en polvo hialoideo, y su reconstrucción fue imposible.”
Los poemas de Amalia Puga
no llegan a superar la nostalgia por su casona que estaba en proceso de hacerse
migas, pero sí, nos ofrecen atisbos de la revolución en la subjetividad
literaria que ocurría en las letras peruanas en el siglo XX.
REFERENCIA
Lomas Poletti, Laura.
“Amalia Puga de Losada y el discurso de la mujer americana en La Revista
Ilustrada de Nueva York”. Escritoras del siglo XIX en América Latina. Ed. y
Comp. Sara Beatriz Guardia. Lima: CEMHAL, 2012. 257-66. Web. 25 Apr. 2013.
Publicada en el 2013, El secreto de los duendes y otros relatos
indeseables es el cuarto libro de narrativa de Waldo León Cabanillas (Cajamarca, 1964). Sus relatos
han ido superando el anquilosamiento de los escritores que han seguido el Realismo
Mágico.
“Ambientados en
escenarios campestres y urbanos, las historias de El secreto de los duendes y otros relatos indeseables giran en
torno al conflicto y drama de personajes asediados por las paradojas de la
vida: muchachos empezando a conocerse íntimamente, mujeres necesitadas de
justicia, hombres enfrentados a la violencia de un pasado tormentoso, o una
comunidad que procura lo mejor ante el abismo de la incertidumbre.
Dueño de una prosa
adecuada para los argumentos que presenta, Waldo León Cabanillas no escatima
esfuerzos en su objetivo de sacudir nuestra capacidad de asombro, un logro que
iremos descubriendo conforme avancemos en la lectura de estas narraciones que
atrapan desde sus primeras líneas" (Ornitorrinco Editores).
Título: El secreto de
los duendes y otros relatos indeseables
Año de publicación: 2013
Autor: Waldo León
Cabanillas
Editorial: Ornitorrinco
Editores
ISBN: 9786124609299
Páginas: 102
Es el poeta más nítido de
la corriente andina en el Perú del siglo XX. Consigue recuperar la veta
nativista que se inspira sobre nuestros pueblos andinos. Heredero distinguido
de los haravicus, y de la cultura de nuestros antepasados quechua a inca, labra
una obra telúrica, tierna, fuertemente maciza, que levanta su voz labriega,
enfebrecida, pastoril o mestiza. Sabe cantar a la aldea, la «palomita» amada,
el terruño, la faena agraria, lo sabemos nuestro, peruano y profundo. Mario
Florián es un juglar de los pobres y de raigambre serrana que autentifica el
lenguaje del quechua oral y el folklore peruano. A ratos, Florián es un poeta
lírico, tierno, panteísta, devotamente universal, aunque moderno en su lenguaje
y dicción como también antiguo, al ajustar su verbo a la sencillez límpida del
verso andino. Defensor de los desheredados alza su voz encendida, violenta, y
serenamente. Nadie le niega que su voz es inconfundible dentro del desarrollo
de la poesía peruana del siglo XX.
Si Florián es a la
poesía, Arguedas será a la narrativa. Ambos son nítidos representantes de esta
corriente [el Indigenismo]. Arguedas se refiere a él: «Mario Florián es el
mejor representante de la poesía indigenista. Casi el único poeta que ha
realizado el milagro de crear poesía en la que se siente el tono de la canción
popular india, sin que se advierta el amaneramiento, la espectacularidad, el
sentido demasiado geográfico, que ha aniquilado este tipo de poesía en el Perú».
César Toro
Montalvo.
(1998).
Grandes obras maestras. Resúmenes. Literatura Peruana,
T.
IV. 1ra. edic., Lima: San Marcos, p. 325
PASTORALA
Pastorala,
más hermosa que
la luz de la nieve,
más que la luz
del agua enamorada,
más que la luz
bailando en los arcos iris.
Pastorala.
Pastorala.
Qué labio de
cuculí es más dulce
que la lágrima
de quena más mielada
que tu canto que
cae como lluvia
pequeña, pequeñita,
entre las flores?
Pastorala.
Pastorala.
Qué acento de
trilla —taqui tan sentido,
qué gozo de
wifala tan directo
que descienda
—amancay— a fondo de alma
como baja a la
mía tu recuerdo?
Pastorala.
Pastorala.
Por mirar los
jardines de tu manta,
por sostener el
hilo de tu ovillo,
por oler las
manzanas de tu cara,
por derretir tu
olvido: ¡mis suspiros!
Pastorala.
Pastorala.
Por amansar tus
ojos, tu sonrisa!
perdido entre la
luz de tu manada
está mi corazón,
cual huérfano allko
cuidándote,
lamiéndote, llorándote...
Pastorala.
Pastorala.
VENADITO DE LOS MONTES
Venadito de los
montes,
seamos amigos
porque
el puma ronda
que ronda,
venadito de los
montes.
Te daré agüita
en el mate
de mis manos y
hierbita
arrancada por
mis manos
venadito de los
montes.
Tú me lamerás la
cara.
Yo te acariciaré
el lomo.
Saldremos todas
las tardes,
venadito de los
montes.
Cuando me muera
o te mueras
(¡tendremos vida
de lloque!)
estaré solo o tú
solo
venadito de los
montes.
CANCIÓN VEGETAL
De las espigas,
la más soñante
te traeré,
y en la kantuta
de tus dos
trenzas
la prenderé.
Y, ante los ojos
de cielo y aire,
palomitay,
fingirás una
planta de trigo
florida ya.
Sumaq espiga,
de aroma de oro
inundará
tu cabellera
y tu sonrisa
y tu soñar.
Espiga que
habla,
musicalmente,
te contará
cómo sollozo,
y, entonces, tú
sollozarás...
Mario
Florián (Cajamarca, 1917 – Lima, 1999). Poeta contumacino. Estudió historia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ganó los
juegos florales sanmarquinos en 1940 y el Premio Nacional de Poesía José Santos
Chocano en 1944, entre otros. Destacan sus obras: Alma (1938), Voz para tu
nieve (1940), Tono de fauna (1941
y 1961), Agonía (1942), Noval (1943), Urpi (1945 y 1949), Tierra del
sol (1945), Arte mural (1947-1949),
El juglar andinista (1951), Poemas para niños (1955), Abel fabulador (1957), Oda heroica a Machu Picchu (1961), Canto al maestro peruano (1962), Pedro Palana: Inka Runa (1966), Cantar de Ollantay (1966), Los Mitimaes (1969), Elegía andina (1969), Literatura Quechua (1972), Obra poética escogida (1940-1976), Los Parias (1919), La Épica Inkaika (1980.) e Himno
patriótico a Túpac Amaru, nuestro paladín (1983).
Año de publicación: 2006
Editorial: Fondo Editorial de la Municipalidad Provincial de Cajamarca
Depósito legal: 2006-10429, Biblioteca Nacional del Perú
Compilación: Socorro Barrantes Zurita y Jaime Abanto Padilla
Páginas: 302La palabra se hace verbo, el verbo unido al sentimiento se sedimenta y teje en versos, en largas cataratas de espuma hecha pena, reclamo, romance, alegre melodía que va cantando como un río, a veces ligero, a veces agreste… Río que al llegar al mar de los días viene a ser la literatura de un pueblo.
La Asociación de Poetas
y Escritores de Cajamarca, APECAJ, ese sueño que la poetisa Socorro Barrantes
Zurita develó hace unos años, puede hoy después de largos años de espera
alumbrar este trabajo poético esperado en la vigilia de angustiosas noches de
insomnio y vigilia.
Una antología poética y
literaria en la que se reúne el pensamiento de muchos vates y escritores
cajamarquinos. Una antología departamental de difícil factura, porque no fue
fácil reunir los trabajos literarios en corto tiempo, fueron tres años y algo
más, en los que la poesía iba llegando a gotas hasta nuestro itinerante
abandono, porque, pese al esfuerzo en más de una década, aún no contamos con un
espacio físico propio, aún somos un grupo gitano en el carromato del tiempo
cruzando las distancias del olvido. Algunos poetas ya no pudieron ver plasmados
sus sueños. Don Ricardo Ravines se despidió una noche en soledad, don Virgilio
Montoya abatió su última queja en este octubre. Hoy ellos desde una estrella
contemplan su obra en el tatuaje del papel y del alma de nuestra raza.
Hablar de una antología
en el estricto sentido de la palabra sería negar la historia del libro, pues no
se trata de una selección en la que se haya clasificado a la poesía bajo ningún
criterio, se trata simplemente de una reunión poética ordenada alfabéticamente.
En la obra se funden versos de elegante poética como los de Amalia Puga, Manuel
Ibáñez, Bethoven Medina, Kokín Guillén, Guillermo Torres… Pero también están
los trabajos de noveles escritores que se lanzaron al mundo de las letras como
Paúl Mendoza, Ramina Herrera, Jorge León, Alfredo Alcalde… Pero la raíz activa
de la poesía peruana surge con los poetas de alejadas provincias, aquellas
voces silenciadas por omisiones centralistas que creyeron que la poesía solo
existía en las urbes grandes donde la cultura proveniente de Europa se
encontraba en ebullición. Esas omisiones generaron que gran parte de la poesía
y literatura peruana fuera mutilada y patéticamente relegada, olvidando que
nuestras raíces provienen de lo andino y no de lo europeo. Grandes cantos
fueron incluidos en esta recopilación, cantos grandes que nos hablan de la
tierra y de cómo ve la poética desde su olvidado sitial el vate andino
postergado.
Es verdad que no hubo
criterio selectivo que enmarcara esta obra como una cumbre de la antología
cajamarquina. Muchos poetas se sentirán disconformes al ver el variopinto de la
reunión poética, se trata más bien de un inventario del departamento de
Cajamarca, un inventario de su literatura y con ello nos sentimos complacidos
gratamente. Voces que nunca fueron publicadas anteriormente, hoy tuvieron un
espacio para esa palabra oculta por tanto tiempo, pero no oculta por iniciativa
propia, sino por voluntad perversa de la crítica sin consideraciones.
La APECAJ quiere rendir
homenaje a la cultura cajamarquina con esta primera reunión abierta de poesía y
literatura. Es el primer intento que vamos a continuar en años consecutivos.
Jaime Abanto Padilla
Pocas veces la literatura peruana ha sido testigo del encuentro
entre la destacada creación verbal y la conducta coherente del autor. Los
nombres de César Vallejo o José María Arguedas son solo puntas de un breve pero
respetable abanico de escritores que vivieron al filo del ejemplo. Un caso
parecido es el del escritor Luis Urteaga Cabrera (nacido en Cajamarca en 1940),
quien opta por la marginalidad auténtica que se desentiende de los fuegos
artificiales de la fama y de la promoción personal.
Su comportamiento le viene del carácter y de la experiencia. Al
arribar a Lima, joven y lleno de esperanzas, de esas que son capaces de remover
el mundo, estudió medicina en la universidad de San Marcos sin sospechar que la
vida le depararía otro tipo de desafíos. Nada menos que los de la pasión
literaria. Pero antes de caer en las bellas garras de la palabra creadora, sobrevivió
a las penalidades que la vida le enrostró en esos años de formación juvenil y
adolescente.
Durante una clase en la universidad, mientras el profesor exponía
sobre medicina humana, Lucho Urteaga sintió vahídos, sueño. El cansancio y la
debilidad le vencían. El profesor advirtió la presencia del hambre en esos ojos
agotados y la mirada ausente del estudiante, le recomendó descanso y lo mandó a
casa. Lucho Urteaga subió al micro mientras las piernas se le doblaban. Miró
los breves edificios y la gente que parecían desdibujarse, y finalmente bajó
poco antes de llegar a casa. No aguantaba más. El mareo iba en aumento. La
visión se le iba. Se arrinconó contra las paredes y caminó pegado a ellas.
Finalmente, cayó derrumbado sobre el suelo.
Despertó tres días después. No recordaba nada. Una niebla parecía
abrirse ante su mirada sorprendida. Solo veía a los amigos que le rodeaban y
los tubos de plástico del suero que lo había alimentado durante esos días de
ausencia y abandono. Pensó entonces en la vida difícil de esa Lima injusta que
quería condenarlo solamente a sobrevivir, a arañar los días y las noches con
migajas de solidaridad. Si el dolor hace humanos a los hombres, a Lucho Urteaga
le hizo comprender su inmenso poder frente a los espíritus generosos.
Años después obtendría el primer lugar en el concurso
internacional de novelas Primera Plana-Sudamericana (l969), en Argentina, por
su extraordinaria obra Los
Hijos del Orden. Sin embargo, la suerte del libro parecía condenarlo a la
batalla. El golpe de Estado que los militares propinaron al pueblo argentino
impidió que el premio se hiciese efectivo. Pero la novela no se quedó tan sola
y tan callada. Además de provocar la protesta y el juicio legal de algunos
intelectuales, se ganó limpiamente el premio nacional de novela ‘José María
Arguedas’ 1973, y Los Hijos
del Orden fue inmediatamente
publicada por Mosca Azul y más tarde reeditada en 1994.
Mientras tanto, Lucho Urteaga siguió construyendo esos hermosos
universos de palabras a través de cuentos vigorosos y obras para teatro (había
ganado el premio nacional de teatro Telecentro 1975 por la obra Danza de las ataduras, y el
premio nacional de cuento Visión del Perú 1968 por La justicia no cae del cielo).
Trabajó para algunas organizaciones populares y conoció de cerca los encuentros
y desencuentros entre la amistad compartida y los abandonos y traiciones de
compañeros de ruta. Viajaba a provincias cada cierto tiempo, viviendo y
padeciendo los sinsabores y alegrías de los trabajadores a quienes reflejaba en
sus obras. Hasta que de pronto algunos shipibos le pidieron trabajar al
interior de sus organizaciones para dotarles de orientación y sentido.
Entre la vida familiar y el servicio a aquellos pobladores
indígenas que lo requerían, contando con la inigualable comprensión de su
compañera, Lucho Urteaga eligió el largo itinerario y se internó en la selva
ucayalina. Conoció en carne propia aquellos universos que más tarde retrataría
en sus cuentos maravillosos, aprendió la lengua nativa e intentó compartir la
vida –que luego se haría entrañable– de los legendarios shipibos.
Al comienzo fue difícil. Para hablarles, ¿cómo llamarlos, cómo
reunirlos? Sus intentos de invitación verbal resultaron divertidamente
recibidos, pero nadie acudía a las asambleas ni por curiosidad. Habría como una
mirada de impotencia en sus ojos acostumbrados a dar todo de sí. Pero un
compañero suyo, shipibo y mejor conocedor de las costumbres caseras, encontró
la llave maestra. Los convocó a través de la magia de la palabra. Los juntó con
la complicidad de un narrador oral, de un hablador que de un momento a otro
dejó fluir ese magma de historias que entretejían la vida shipiba y pronto,
enseguida, la maloca que les servía de auditorio se encontraba llena, repleta
de atentos y maravillados oyentes, niños y jóvenes, hombres y mujeres
embrujados por la voz imponente del contador de fábulas.
Esta escena es muy parecida a la contada por Mario Vargas en su novela El hablador, con la
diferencia que los machiguengas, según el narrador arequipeño, cuentan en
secreto sus historias, mientras que los shipibos de Lucho Urteaga hablan
públicamente, se regodean con la representación teatralizada del relato y,
antes de simplemente oír, viven una experiencia. De este modo pudo hablarles de
la necesidad de organización y los shipibos pronto asumieron la responsabilidad
y el reto. No podía ser de otra manera. Otros pueblos indígenas también habían
comenzado a organizarse, como el aguaruna, que más tarde se haría poderoso, y
los organismos del gobierno de entonces habían empezado a agruparlos con fines
proselitistas.
Cerca de diez años en la selva (entre 1979 y 1988) hicieron de
Lucho Urteaga un hombre enamorado de su pueblo. Se había acostumbrado a no
permitir las injusticias. Enarbolaba en su conducta la firme conciencia de que
la amistad y la solidaridad son, más que conceptos, realidades palpables que
pueden guiar verdaderamente nuestros pasos.
No había pertenecido a grupos literarios ni probablemente su
espíritu independiente se lo hubiera permitido. Tal vez por ello no se hizo tan
conocido. Tal vez por ello no fue objeto de falsos homenajes ni menciones
artificiosas. En cambio permaneció en la conciencia de los lectores que veían
en él al hombre y al escritor por cuya conducta coherente se sentían tocados,
conminados. Si algún lector ingenuo creía que Ribeyro era el escritor querido y
Mario Vargas el admirado, Lucho Urteaga era, además de querido y admirado,
respetado.
Por eso cuando surgieron sus libros de cuentos de tema indígena El universo sagrado (1991) y, especialmente, El arco y la flecha (1996), advertimos en ellos un mundo
inédito que tomaba forma, que adquiría una voz particular y se imponía en las
letras peruanas por mérito propio. Sus cuentos eran perfectos. Miguel Gutiérrez
no dudó en llamarlos clásicos, y los comparó con las creaciones de Joyce,
Rulfo, Babel, Guimaraes Rosa. Sin embargo, la crítica oficial se hizo la sorda,
muda, bizca y ciega.
Algo parecido había ocurrido cuando en la década del 70 publicara Los hijos del orden. Se dijo
anecdóticamente que era una novela que retrataba la vida carcelaria en el
reformatorio de Maranga, como una obra social más en la literatura peruana,
pero se acallaba su alto valor literario, su modo maestro como daba vida y voz
mediante el lenguaje accidentado y emotivo a diversos sectores de la sociedad
peruana que, curiosamente, hasta nuestros días no la tienen. Se habló de su
deuda con Mario Vargas por el uso de contrapuntos, ocultando que dicho recurso
debe más en las letras peruanas a Joyce, Faulkner y Onetti, que a Vargas.
También publicó breves libros para niños. Fábulas del otorongo y otros
animales de la amazonía (1994,
premio IBBY–International Board on Books for Young People) y Fábulas de la tortuga, el otorongo
negro y otros... (1996) nos
acercaban a una sensibilidad curiosa, no exenta de preocupación por la
formación de los niños ni ternura por ellos. Si ya desde antes, desde aquella
entrevista setentera realizada por una revista con la foto inmensa de un Lucho
Urteaga de anteojos y ropas negras, vislumbrábamos al escritor consciente de su
proceso literario, no nos sorprende luego arremetiera con una obra polémica: Más allá de la escuela. Una
educación para el cambio (1999). En ella destaca la minimizada relación entre
sociedad y educación, disecciona las fuerzas sociales en pugna y, nada ingenuo,
plantea las bases de una educación que realmente devuelva la dignidad a los
hombres, demasiado alejados de su propia naturaleza debido a una educación
abiertamente inhumana.
Aún no se ha dicho una sola palabra sobre este texto, y
probablemente Lucho Urteaga espera con humor que el silencio continúe. Escribe
para debatir ideas, para aportar dentro de ese ámbito importante que es la
educación y la literatura, y no para soñar con catálogos y reseñas pasajeras.
Se cuida bien de todas ellas, aunque a veces los amigos lo traicionemos con
algunas públicas palabras. En su cálida casa de Pueblo Libre, un vaso de vino
tinto tiene el viejo sabor de la esperanza. El mundo de la banalidad cultural
hoy en moda no le pertenece. El mundo vivo sí, aquel de los cambios y
contradicciones, el de la coherencia y la amistad ejemplares.
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