Para
Danna
LÓPEZ se levantó
de la mecedora donde había dormido toda la tarde. Corrió hacia el baño, se miró
al espejo: vio sus arrugas, su rostro distinto, y resolvió —sin más— que debía
regresar a Cozú.
Dos noches
antes, había soñado con su infancia, con su casa y con Isabel. En una olla,
hervían los higos, la chancaca, el clavo de olor y la canela. Fue un sueño
repetido, familiar, un sueño del cual se resistía a despertar, porque entonces su
vida era más sencilla: su madre lo bañaba en el río y él silbaba, calato y
feliz, las canciones que escuchaba, en amplitud modulada, a través de una radio
rectangular marrón.
—Visítalos que
han de estar solitos. ¡Ellos te querían tanto! Ve, hijo —le dijo Isabel, la
mañana que partió.
El viaje duró
catorce horas. López llegó a Cozú por la tarde. A las cuatro y treinta —según
el libro de recepción— pagó un cuarto en un pequeño hotel del jirón Piura.
Luego se dirigió al cementerio.
En el sueño —le
dijo a la policía su esposa—, López había hecho el viaje sin ningún problema:
Vestía terno negro, corbata azul y usaba anteojos. Además, llevaba consigo un
rosario.
Al atravesar el
portón del cementerio, López intercambió unas palabras con el panteonero. Esto
sucedió —según un testigo— luego de las cinco y diez, en circunstancias que el
panteonero recogía los pétalos que la gente había arrojado a los ataúdes.
Como indicios de
lo que le sucedió después a López, se sabe que la mañana que emprendió el viaje
de retorno, su esposa cortó rosas blancas y las acomodó al interior de una
cajita triangular de cartón.
—Una rosa para
cada difunto —le indicó—. Y luego rezas los rosarios.
López planificó
rezar dentro de la capilla del cementerio. Luego de conversar con el panteonero
—que también fue interrogado—, López debió buscar la capilla.
El panteonero le
dijo a la Fiscalía que una semana antes, el viernes —aseguró en su declaración—,
el alcalde recién elegido ordenó traer abajo la construcción, pero que no se
preocuparan, que sus trabajadores iban a levantar una capilla nueva, una más
moderna para las misas de cuerpo presente.
Uno de los
trabajadores de la construcción manifestó que, en efecto, ese día —cerca de las
cinco y veinte— vio ingresar a un hombre vestido de negro que llevaba rosas
blancas, pero que no comentó del asunto con nadie porque creyó ver un fantasma.
Otro trabajador
dio más detalles. Dijo que el día de la desaparición de López, todos
abandonaron el cementerio a la misma hora —cinco y treinta—, pues el gris que
teñía las nubes anunciaba una torrencial lluvia esa tarde.
Las
investigaciones no dieron con el paradero de López. Solo se encontraron las
rosas blancas. El caso se archivó diez meses después. Pero si quieren saberlo,
esto le sucedió realmente a López:
El panteonero le
dijo que era tarde para visitar el cementerio, que a partir de esa hora era
peligroso, que volviera al día siguiente. López le aseguró que permanecería
solamente unos minutos, que por favor le dejara rezar; incluso le mostró las
rosas blancas y le habló de su viaje de catorce horas.
El panteonero
recurrió al argumento que convencía normalmente a los turistas:
—El ritual de
las almas…—dijo, pero López no lo dejó continuar. Le explicó que él había
nacido en Cozú y que sabía de memoria todas esas historias porque de niño las
había escuchado en casa.
—De noche y con
lluvia —le advertía siempre Isabel— los muertos vuelven…
El panteonero no
insistió. López se quedó solo.
Frente al
problema del hacinamiento, confiaría en su memoria para encontrar los nichos.
El ejercicio consistía en ubicar, mentalmente, las coordenadas. Bastaba con
aproximarse al perímetro del cementerio. De niño, López había jugado a las
escondidas con sus hermanos. Le gustaba ocultarse en los rincones oscuros.
Alguna vez se quedó dormido en un nicho, esperando que lo encontraran.
—¡Cuándo me
tomarás en serio, mocoso! —le gritó, espantada, Isabel.
Si no estaban en
la casa, ella los buscaba en el cementerio. Pero Isabel no vendría por él esta
vez. López debía salir por su cuenta.
«Aquí es», dijo
una vez que encontró el primer nicho. Debía ser breve. Ubicó las rosas blancas
en su lugar y luego rezó, sosteniendo el rosario de la abuela. Antes de cada
Padre Nuestro, pedía por el alma del difunto. Luego seguían las avemarías y el
gloria Patri.
Y fue que,
mientras rezaba en el cuarto nicho, alguien le susurró al oído:
—Es hora,
debemos partir…—le dijo.
López tembló.
—No estás solo…—insistió
la voz.
Podía olerse la
hediondez. Afuera los perros aullaban infinitamente. En pocos minutos saldrían
los muertos de sus tumbas, se iniciaría el ritual.
—Debemos partir,
López —volvió a decirle la voz, pero esta vez se dirigió a él usando su nombre.
—Te lo agradezco
—le dijo al panteonero—: Pensé que eras un alma.
Mientras
avanzaban hacia el portón de salida, López pudo escuchar los latidos acelerados
de su corazón.
—Tranquilo…
—No te
preocupes, estoy bien.
En realidad,
López sentía frío. Por eso intentaba adaptar su temperatura corporal a la del
ambiente.
—¡Somos
valientes, amigo! —repetía—: Todos recordarán esta hazaña. Sabrán que es
mentira lo del ritual de las almas.
El panteonero lo
escuchaba atento.
Ya un poco más
sereno, López dejó de escuchar sus latidos.
—Falta poco… —le
dijo el panteonero—. No mires atrás.
Su temperatura
siguió disminuyendo.
—Desde hoy —dijo
satisfecho— seremos parte de la historia de Cozú.
En eso lo
interrumpió el panteonero:
—Al fin
llegamos…
López sintió un
sudor frío sobre su frente.
—¡Qué dices!
—objetó—: ¿No ves que la salida está lejos aún?
—Este es el
lugar —insistió el panteonero, con voz entrecortada, mirándolo de frente.
En ese instante,
López reconoció a la Muerte en el rostro pálido y huesudo de su acompañante.
Justamente, cuando había adaptado su temperatura corporal a la del ambiente.
***
Alfredo
Alcalde Huamán (Cajamarca) es profesor de Comunicación,
egresado del Instituto Superior Pedagógico Público «Hno. Victorino Elorz
Goicoechea» y abogado por la Universidad Nacional de Cajamarca (Perú). Obtuvo,
en 2003, los premios «Marca De Agua De Literatura» y los Juegos Florales «Letras
de Oro Victorino Elorz». Ha publicado la plaqueta de poesía «Sin paracaídas x
3», en 2015. En 2017, ganó el segundo premio en cuento en el II Concurso
Nacional de Cuento y Poesía «Huauco de Oro», con El ritual de las almas.
Etiquetas: Alfredo Alcalde, Huaco de Oro
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