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La piedra que él canta es la de su contorno en la prisión. Poema anafórico, como los de Vallejo y Neruda, revela angustia a ratos tan intensa que no encuentra la expresión buscada, Julio Garrido Malaver está en proceso de nuevos rumbos. Orrego, el mismo que descubrió a Vallejo, escribe en el prólogo: “…versos escritos en el encalado de la pared carcelaria con bastos trozos de carbón, únicos materiales de los que disponía el poeta para su magnífico despliegue de canciones murales, allí donde sólo habían imperado siempre, agazapados, los gemidos y las sombras de los desgraciados. De esta suerte, he sido testigo constante y fehaciente de su obra. Por eso sé que detrás, en la hondonada densa e invisible, está el dolor agónico, las horas sajadas por la congoja; arriba, en el vértice diáfano, visible ya para todos, está la cosecha de luz. Sé el calvario jadeante y tenebroso que ha costado la siembra (…)”.
Maurilio Arriola Grande | Diccionario Literario del Perú (1996), T. 1, p. 421. Lima: Brasa

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Muchas veces
he sorprendido al Viento, arrodillado, como un niño
junto a la piedra,
rogándole que vuelva a caminar, como ella caminaba,
hacia lo que es ahora,
rogándole que diga lo que decía de sí misma
y lo que vio cuando de todas partes, en la Tierra,
emergía la voz en carne humana.

He sorprendido al Viento golpeando a la piedra
para hacerla entregar flor de suyo,
latido de su entraña,
destello de su esencia.
Pero la piedra, indiferente y dura,
ha seguido pensando su silencio
que ahora puede oír mi corazón
como se oye la voz de tan lejana
en imagen sutil que nos conmueve
hasta lo más secreto que llevamos
y que nos rompe algo de cristal
que se nos va cayendo en la palabra.

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Cuando aquí,
los anillos se cierran hasta hacernos crepitar los huesos
y se nos van cayendo, una por una,
muchas páginas de esperanza:
apoyamos las sienes febriles, febricentes,
en el muro de la piedra
y nos quedamos horas de vacío,
quizá siglos de nada,
hasta que la serenidad de la piedra
que de tanto mirarnos parece que nos horadara en lo recóndito,
dicta para nosotros, sin gestos ni palabras,
el consuelo de sabernos libres,
de esa libertad perpetua que es equilibrio y no sucumbe con el hombre
por más que lo horizonten de muros y castigos,
de fosas y cadenas
y hasta de la Muerte que ellos creen que existe
pero que nunca ha de existir para nosotros…

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¿Por qué ha tenido que ser aquí, donde estamos atados
a lo pequeño del Tiempo que se rompe, doliéndonos,
que comprendamos tantas cosas azules,
tantos colores del espectro vital
que es la existencia humana?

Ha de ser porque, aquí,
—donde a veces el cielo
es tanta lejanía que ya ni presentimos
y la luz hace fintas para no posarse en las heridas
que nos sangran
hasta la ineficacia de ser rojas—
nos acercamos un tanto luminoso a lo profundo de la piedra;
y la piedra nos da sin darnos nada
la aspiración de ser eternidad total…

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Yo creo que en cada piedra americana,
a más de su propia perfección y grandeza,
a más de su actitud de eternidad,
a más de su presencia que no admite todavía negaciones absolutas,
moran: un alma de laboreo cotidiano de su esperanza y de su luz
y hasta las alas múltiples
que no redondearon la plenitud de vuelos infinitos…

Ha de ser por eso,
que en la pétrea soledad de nuestras montañas,
cuando estamos a solas con nuestra alma
sentimos que la piedra nos oprime hasta el grito,
nos dilata hasta la ansiedad del abismo,
nos conturba hasta hacernos olvidar de nosotros;
y luego nos arroja, como a cantos rodados,
para seguir cayendo y levantando en las sierpes castigadas
de los difíciles caminos en cuyos recodos
se agazapa una muerte que no existe
y que mata únicamente a lo que nació sin destino…

Por eso ha de ser que, cuando estamos a solas con la piedra,
nos parece que el cielo está más cerca de nosotros;
y que si las estrellas no se sumergen,
una a una, en nuestra sangre,
será porque todavía las necesita el cielo
para seguir siendo la perfección azul del infinito…

Por eso ha de ser,
que siempre que nos hemos acercado y nos acercamos aún a la piedra
y tratamos en ella de imprimir nuestro gesto mejor
y nuestro más buen sueño,
como el más hondo dolor de todos los dolores…



Julio Garrido Malaver (Celendín 1909 – Trujillo, 1997). Poeta cajamarquino. Estudió Derecho en la Universidad de Concepción en Chile y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Lima. Destacan sus obras: Palabras de tierra (1944), La dimensión de la piedra (1955, con prólogo de Antenor Orrego) y Poesía (1988, que es una recopilación hecha por César Calvo).

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